La noche fue larga. Estaba empapada. El vaho se podía oler, esta noche mas que otras; era una mezcla vaporosa de barro y hierba machacada. Sentía como si la piel se le pegara a las sábanas, se sentía inquieta, asfixiada, acalorada. El toldo parecía una inmensa telaraña que colgaba desde el techo. Los bichos de la noche caminaban por la malla; no los podía ver en la oscuridad, pero los podía sentir intentando despegar sus diminutas patas, enredadas en los hilos. Soñaba fantasmas del pasado, deliraba, se visionaba en un pasado alborotado, en la época de la huelga minera, corriendo desesperada con su servidumbre, a trabar la puerta de la casa. Alucinaba. Su mente revivía el día que llegó la muchedumbre a buscar a su esposo. “No está aquí, no está aquí, está en la mina” gritaba desde dentro.
Justo cuando se encontraba por conciliar el sueño, un estruendo abajo. Tocaban la puerta!. ¿A esta hora? ¿De madrugada, en medio de esta tempestad? Estaba paralizada, el miedo la recorrió como un latigazo, como agujas de hielo clavándose en la espalda. ¿Quién podría ser Dios mío?. En la oscuridad de la noche no había cómo saber, no podía mirar por la rendija de la puerta. A lo mejor es alguien confundido o un borracho. Que se vaya por el amor de dios!
— Elisa, abre la puerta!
Sus pupilas se dilataron aun más, tratando de descubrir alguna pista en la oscuridad de la noche, en la oscuridad de sus recuerdos. Pero esa voz la conocía. No podía ser, era la voz de Isidro, su marido!. Una voz más ronca y avejentada, pero sin duda era él. Era Isidro!
Se sabía las gradas de memoria, bajó sin ver, como una ráfaga. Corrió hasta la puerta. Isidro, eres tú? Eres tú Isidro!. Nadie respondió. ¿Isidro? ¿Quién está allí por favor?! En medio de la confusión, en un acto de coraje, se decidió a abrir la puerta. La abrió de golpe. Pero para su sorpresa, no había nadie, la calle estaba oscura. No habían candiles encendidos, pero podía darse cuenta que no había nadie ni cerca, ni lejos. Cerró la puerta con la misma velocidad con que la abrió. El pánico la invadió. Decidió volver corriendo a la habitación, pero cuando volteó se dio cuenta que su habitación estaba encendida. Se sintió débil de repente, no podía más. ¿Qué estaba pasando?. ¿Quién había subido?. Ella no había encendido el mechero, no tuvo tiempo, había bajado a oscuras.
Aturdida y sin comprender lo que estaba ocurriendo se vio dentro de la habitación, frente al armario. Allí estaba Isidro, colgando su pantalón de casimir, impecable, sereno, como si la lluvia nunca los hubiera tocado.
El sólo hecho de verlo le transmitió el valor necesario para poder pronunciar una pregunta que se había acumulado en su garganta.
— Isidro, estuviste muerto verdad?
Mientras Isidro se volteaba, la casa se remeció de manera violenta. Un tremor ronco se filtró desde las entrañas de la montaña y la casa se movió como una hamaca. Un deslave Elisa, es un deslave!. Elisa cayó en el piso y trató angustiosamente alcanzar a Isidro que se alejaba dando tumbos incontrolables hacia una de las esquinas de la habitación.
— Isidro, creo que se cae el cerro encima nuestro!
Lo último que escuchó de él fue un lejano “No es la primera vez que me muero Elisa”