La llegada de la luz del día le trajo sosiego. Fue una noche tensa, interminable. Le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. Aun estaba aturdida, con la cabeza pesada. La cama era un charco. La humedad había empañado el pesado espejo de cristal de roca que tenía en la pared frente al armario.
No sabía qué cantar hoy, a quién gritar, a qué gallina reprender. Sólo bajó. Vio la carta aun cerrada en el descanso de la escalera. Entró a la cocina y puso a hervir la leche. Casi no quedaba queroseno y Fermín no aparecía. Por lo general llegaba con los primeros rayos de luz, antes de salir a hacer sus diligencias matutinas habituales. En la calle se escuchaba el galopar de caballos, haciendo golpetear sus cascos contra el estrafalario empedrado. “Gente loca, haciendo bulla, ni bien amanece”.
El rocío le había dejado de regalo unas perlas diminutas en los geranios del patio trasero. Hacía un día despejado. Vio hacia el cerro, no había señales de deslave, todo estaba en orden. El sol era un horno celestial… “este es sol de lluvia, por la tarde llueve”, pensó.
Tocaron la puerta. Se sobresaltó, corrió a ver quién era. Era Fermín. “Entre Fermín, entre… ¿Qué es esa cara de espanto que tiene?. Ya con la mía es suficiente”.
Fermín le contó que con el aguacero torrencial de anoche había colapsado uno de los túneles de la vieja mina, aquella galería que llamaban “el hormiguero”, donde los forasteros entran a hurgar entre los restos olvidados de la mina, en busca de algún residuo del oro legendario. Normalmente se conformaban con las sobras auríferas, pero esta vez parece que habían encontrado una veta madre bastante abundante y antes de que el rumor se riegue por los alrededores, habían decidido seguir dentro, en medio de la tempestad, picoteando las paredes, a pesar de que ya chorreaba dentro. Habían varios hombres cuyos cuerpos habían sido exprimidos por el techo colapsado de la mina. Fermín estuvo allí apenas amaneció y vio cómo sacaban a un viejo minero entumecido por la muerte, con el terror todavía congelado en su rostro y su tripaje fuera, mezclado con el lodo rojizo de la montaña. En su mano, aun sostenía su pequeña lámpara de carburo. Por más que quisieron quitársela no pudieron, así que decidieron darle sepultura con la lámpara y todo.
Fermín hablaba rápidamente, su frente todavía sudaba, había venido corriendo a contar la novedad. Tropezaba con las palabras, su corazón todavía despotricaba. Le había alterado los nervios ver esa sopa nauseabunda, mezcla de sangre con lodo. En medio de su relato, Elisa lo interrumpió de manera seca.
— Isidro ha vuelto
Fermín se detuvo en seco. Hubo un largo silencio. Trató de entender, pero no comprendió.
— Cuál Isidro, doña Elisa?
— Mi marido, ha regresado después de tantos años.
— Isidro, su marido? Pero si su marido murió hace mucho. En la huelga. Lo mataron los trabajadores del sindicato. Dicen que lo enterraron en el fondo de una de las galerías y lo sellaron luego con dinamita, de puro brutos. Al menos eso es lo que se ha sabido siempre.
— Sí, se lo llevó la muchedumbre, lo insultaron, le halaron de los cabellos y de la barba. Nunca más supe de él, hasta ayer.
Fermín estaba más desconcertado todavía.
— No entiendo Doña Elisa, su marido está muerto mismo?
— Va a volver en cualquier momento. Ya está aquí, en el pueblo, sólo que no se decide aun a quedarse. Ayer me dejó una carta. Vino a ver una ropa y tomó bastante agua.
— Doña Elisa, todos los fantasmas beben agua