— Ahorita no hay plata!
Esas fueron las últimas palabras de Isidro a los sindicalistas que vinieron a reclamar sus salarios y demás promesas incumplidas.
Salió de la improvisada asamblea sin saber qué hacer. Se tuvo que comer crudos todos los insultos y acusaciones de robo inventadas por la muchedumbre. Los ejecutivos a cargo de la PALCO RIVER MINING CO, o la PALCO como le decían, se habían marchado sin mucha explicación. Ahora, este enjambre de mineros furibundos lo veía a él como el “hombre a cargo”, lo tenían en la mira, por haber sido el contador y hombre de confianza de los gringos.
Al principio estuvo relativamente tranquilo, no había calculado bien las consecuencias. Quién en su sano juicio iba a abandonar toda esta gigantesca inversión minera: el edificio de la gerencia, el hospital, el pequeño ferrocarril minero, las excavadoras a vapor, la estación de telégrafo, la planta de luz, el reservorio de agua, todo. Los gringos no son tontos, no van a dejar todo esto botado!. Al final del día, el pueblo nació con la mina, antes no había nada sino un lecho de río seco y unas montañas rocosas. A excepción de la iglesia, prácticamente todo era de la compañía, hasta las instalaciones del Club Minero, donde los trabajadores habían hecho base para la huelga, mientras jugaban billar y bebían como si ya les hubieran pagado.
En las últimas semanas Isidro había enviado incontables telegramas a varios funcionarios del gobierno implorando ayuda para resolver el problema, “una bomba de tiempo” les dijo, pero nadie respondía, estaban más entretenidos con los detalles y chismes de un fracasado golpe de estado. Cada mañana pasaba por la oficina del telegrafista para obtener la misma respuesta vacía. “Nada Don Isidro”, le decían antes siquiera de que pregunte. Efraín, a cargo del telégrafo, era uno de los pocos empleados que quedaban de su lado, sabía que el tiempo se estaba acabando.
Apenas llegó a la oficina, revisó minuciosamente los diarios de la capital, que llegaban con un día de retraso. La prensa le daba una importancia menor al problema, a fin de cuentas, la mina ya no era lo que fue hace unas cuantas décadas; había llegado la decadencia. ¿Qué podía hacer ahora?. Les podía pagar un poco a lo mejor, pero sería una miseria, probablemente caldearía más los ánimos. Además, se iba a delatar. Los trabajadores se iban a dar cuenta que había una reserva de dinero en algún lado e iban a entrar al edificio a buscar en cada rincón hasta encontrarla.
Se puso a redactar nuevos mensajes en su desmuelada máquina de escribir, para luego enviarlos al telegrafista. Rogaba encarecidamente atención por parte del gobierno. Les contaba que la gente bullía, que habían destruido ya el hospital minero, que atendía a todo el pueblo y alrededores. “Ignorantes” pensó, “ahora no tienen dónde ir a atenderse ni ellos mismos”.
Sentía rabia por las crecientes vejaciones de los huelguistas. En días pasados, le habían pintado de lodo la puerta de la casa y habían dejado unas podredumbres en la vereda. Habían apuntado con un revólver a Elisa. Movía la cabeza de un lado al otro. Quería salvar la mina. No esperaba nada a cambio, pero tampoco que ellos le pagaran así, con odio y desprecio.
Elisa había afrontado con entereza la situación. Con la frente en alto había salido a limpiar el frontón de a casa y a cavar un hueco en la tierra, para enterrar las porquerías que habían dejado los huelguistas frente a la casa. Habían quedado atrás los tiempos de bonanza, las fiestas con los ejecutivos de la compañía, las comilonas en el patio, los cigarros, el tenis, las galas, aquel vestido de muselina de la India que le trajo Isidro de aquel viaje. Recordaba las partidas de naipes con sus amigos, los mismos que ahora huyeron sin siquiera avisarle de la gravedad del problema. Traidores!.
Recordó los exquisitos banquetes que preparaba Elisa. Se le hacía agua la boca. Su favorito, aquel pavo relleno en salsa de romero.
De repente, una meteórica pedrada rompió el vidrio de la oficina de Isidro y le impactó la cabeza. Sintió que su cráneo era de vidrio y se rompía en mil pedazos. La sangre comenzó a chorrear por el piso de madera.
— Trabajadores hijueputas, ahora sí se jodieron conmigo.
La hemorragia no se detenía. Un empleado entró corriendo y le dijo:
— Don Isidro, tenemos que salir de aquí, la situación ya es insostenible. Ya no es seguro ni para usted, ni para los pocos que quedamos. Ahorita me dicen que acaban de arrancar todos los cables del telégrafo y le han dado una paliza a Efraín. Está inconsciente.
Isidro pidió quedarse sólo un momento.
— Malditos, malditos. Ahora sí que se jodan!
Saltó de la silla, fue directo a la oficina de la Gerencia General dejando detrás un camino de sangre y sudor. Sacó de su saco las llaves y abrió la puerta de la oficina desierta y polvorienta. Retiró la puerta falsa de madera que ocultaba la caja fuerte; giró la perilla 2 veces a la izquierda, siete a la derecha, cuatro veces más a la izquierda y jaló la palanca. Sacó el cajón que contenía las reservas de esterlinas de oro, la misma que estaba guardando como último recurso. Vertió las monedas en su maletín de cuero y huyó por detrás del edificio.