
El ventarrón se sintió en el piso de arriba; llegó ese olor terroso que tienen los aguaceros que se acercan. Elisa bajó apurada las escaleras y los tablones de madera crujieron como un rechinar de muelas. La ropa! –gritó. Recojan la ropa! En el cielo, las vaporosas nubes de la tarde se hicieron cada vez más grises y fue otro atardecer de invierno tropical. Llovió hasta el día siguiente, empapando las paredes mohosas de la casa y los toldos que quedaron tendidos en el patio.
Se despertó antes del amanecer, el agua seguía escurriéndose por las columnas de guayacán. Trajinaba en la cocina buscando cosas, revolviendo ollas, abriendo y cerrando la puerta del guarda-frío; cantaba “qué distintos los dos, tu vida empieza…”. Salió de la cocina apurada, “cuidado se corta la leche!”. Volvió justo a tiempo para retirar la olla de la estufa.
Seguía tronando el cielo, “mi Cristo lindo, que pare esta tempestad”. Tocaron la puerta. Gritó “la puerta, atiendan la puerta!”. Era Fermín, había venido a venderle unos quesos de hoja; lo vio por entre las rendijas, estilando, chorreando lluvia y suero de los quesos que se derretían. La calle era un lodazal. Lo atendió, lo hizo deshojar algunos quesos, pellizcó un filo por aquí, otro por allá, pero no compró ninguno, eso sí, en compensación lo invitó a guarecerse un rato. “Venga venga Fermín, entre entre, le sirvo algo hasta que pase un poco este diluvio. Muy salado está ese queso!”. El viejo accedió luego de un par de amables “no se moleste Doña Elisa, muchas gracias”. Conversaron un buen rato, Elisa se enteró de las crecidas de los ríos y los deslaves del invierno; de una vaca que quedó sepultada casi por completo, pero ventajosamente su cabeza quedó fuera de la tierra y la pudieron alimentar durante varios días, hasta que la lograron desenterrar. Para mala suerte (de la vaca), estaba tan maltrecha que no les quedó otro remedio que comérsela.
Antes de que el invitado se fuera, Elisa hizo una pausa, subió corriendo a su habitación y abrió el viejo armario. Después de medio siglo, aún seguían intactos los elegantes trajes de su marido, tal como los dejó el día que desapareció. Los pantalones de casimir inglés, las corbatas de seda y un arrumaco de esferitas de naftalina consumiéndose en el piso del armario, como bolitas de nieve. Metió la mano dentro del bolsillo de uno de los sacos, sacó una pequeña bolsa de tela y tomó una monedita de oro. Ya quedaban pocas. Bajó con la misma velocidad con la que subió y se la dio a Fermín. No confiaba en nadie más para que le cambie sus moneditas de oro. “Descámbieme esta esterlina y tráigame aceite para el mechero y queroseno, que ya casi no tengo”.
Cuando se fue el invitado, volvió a su rutina de quehaceres, gritando por los cuartos vacíos, dando órdenes como si hubiera alguien más en aquella casa solitaria. Continuó orquestando las actividades de su servidumbre imaginaria.
“Poooollo pollo pollo pollo”, le dio de comer a las gallinas del patio, que se habían guarecido bajo el voladizo del tejado. La lluvia había casi terminado, sólo quedaban unas pocas gotas confundidas. Lo mismo de siempre. “Gallinas brutas, picoteando el óxido de la tubería, por eso es que se enferman”. Todo lo hacía sola, haciéndose compañía con sus propios cantos, órdenes, gritos, carcajadas y llantos. A lo mejor para recordarse que estaba viva, que todavía había alguien vivo en aquella vieja casa, en medio de aquel olvidado pueblo minero.
Serían las tres o cuatro de la tarde cuando tocaron la puerta nuevamente. “La puerta, por el amor de Dios, tocan la puerta!”. Hizo un largo silencio luego de eso, no reconocía al individuo que veía entre las rendijas. Golpearon nuevamente con la aldaba. Volvió a hacer silencio. Pensó un rato y luego se alejó unos cuantos pasos de la puerta para gritar “quién es?!”. Pero nadie contestó.
Cuando se aventuró a acercarse nuevamente a la puerta vio que habían deslizado unos papeles por debajo. Los tomó con recelo y los puso en una mesita que tenía en el descanso de la escalera. No los leyó. Esa tarde y noche no gritó, ni cantó. Pasó silente, pensativa, ensimismada, escarbando recuerdos y fastidiada por la humedad.