Hace casi 20 años que murió mi abuelo Julio y aun conservo vívidos los recuerdos de aquella mente inquieta, vivaz, apasionada, metódica. Dicen que “tuvo su genio” cuando joven, pero yo conocí al viejito trabajador, al inventor, el reparador de todo, que en su taller transformaba cosas viejas en cosas útiles. Al alquimista. El que me hacía horquetas (resorteras) con ramas de árbol para que jugara. Aquel que soldaba con estaño, el que me enseñó a usar el esmeril y a fabricar tarritos con latas de aceite. El que me construyó mi primera caja de herramientas de hojalata y me hizo prometer que sus viejas máquinas quedarían en mis manos cuando muera. El que me fue a ver al colegio caminando y me llevaba a comprar chatarra al tianguis dominical, con su periódico de ayer bajo el brazo y su pluma Parker en la guayabera. El que coleccionaba máquinas sumadoras, cerraduras y revistas de Mecánica Popular, y me enseñó a apreciar lo hermoso de lo antiguo. “Ya nada se fabrica como antes”. El que practicaba caligrafía por las noches y anotaba todo a puño y letra. El que me enseñó a mitigar mi alergia al polvo oliendo aguardiente de caña y a hacer rompope con un tenedor. De quien aprendí a preparar la cola de carpintero, a cepillar madera, a reparar duchas eléctricas, a hacer líquidos misteriosamente útiles con ácido muriático. Quien me contó para qué se usaba el borax y el que me contagió, sin saberlo, el amor por las locomotoras de vapor que aun conservo… Quien vio en mi el retrato de su hijo que extrañaba.
Contador de historias, sus anécdotas siempre guardaban algo de magia. Las hazañas de la época del ferrocarril, cuando ganó la competencia de mecanografía, cuando se disfrazaba de fantasma, cuando fue telegrafista, cuando construyó su fábrica de gaseosas de la nada, cuando puso el negocio de la planta de luz en el pueblo, cuando dormía con su revolver bajo la almohada para cuidar la casa de la montaña. Sus emprendimientos eran historias de aventura para mi. Contador de chistes, su risa a las 6 de la mañana viendo Tres Patines. Su conversación después de la merienda. Fue la única persona que conocí que tomaba café cargado para poder dormir. Le copié la costumbre de derretir una viruta de mantequilla en el café caliente.
No supe darle homenaje en su momento a todo lo que me dejó. La muerte no me gusta. Pero semanas después de su partida el homenaje vino de parte de una persona cercana que me compartió, conmovida, un escrito en honor a su memoria. Lo leí una sola vez. Noté los nombres cambiados de los personajes y supuse una suerte de camuflaje de emociones. Era lo justo. No lo volví a leer, pero lo recordé claramente hasta hoy, casi 20 años después, que le dije “aun tendrás por ahí aquello que escribiste” y como si lo hubiera escrito ayer me lo envió en ese instante. Lo tenía allí guardado para siempre. Gracias Muoi.
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DON RAMÓN
by Muoi Tran
Don Ramon, I saw you. I saw your eyes looking at the ceiling. The light was dim in your room, and there was a strong smell of puro and herbal honey tea. There you were, reclining lazily on a bed of pillows. Ready to take a long nap after you grew bored with your faded book, pages torn from routine.
But I saw your pinched nerves under the blanket. And the yellow blood under your skin that betrayed the truth of immobility. I saw your eyes beneath the clouds, looking up only, waiting. Not bearing to look straight ahead at us or inwardly at yourself.
*****
“Go to the kitchen, Luisito,” Tia Rosa yelled in a whisper. “You know your
Grandfather Ramon can’t drink anything.”
“But I’m thirsty,” Luisito said again. “He can’t hear us. Grandfather doesn’t know
that I’m thirsty.”
“Keep the light on,” Tia Rosa said. “He is afraid of the dark. Let’s keep the light on
for my beloved Father. Let’s keep him company.”
After we fell like dominoes, heavy limbs criss-crossing one another, you didn’t dare
to blink. The artificial light didn’t fool you, Don Ramon. The neighbors’ kids were silent. The darkness from outside penetrated.
“Take his left hand,” Tia Rosa said. “It’s the one that works.”
You did not let go of whatever was in its clutches. You grabbed onto us for dear life, your life, one that was slipping out from under you and through us. We pulled our hands away. Your eyes began to weep single drops. But your hand gripped. You wanted life. We could not give you ours.
“Scream if he stops breathing,” Tia Rosa said. “I’m tired and I need to rest. I’m the only person here who is with him night and day, every day. I have to take care of everything. Tia Berta does not even call. She doesn’t send a dime.”
Your breathing made a funny sound. In and out. In and out. Our mouths feed us, quench our thirst and allow us to speak our minds. Your mouth, Don Ramon, was denied of all three functions. But it gave you air. In and out, in and out. We continued to talk and to laugh because we heard your breathing.
*****
Forgive us if we stared sometimes. Forgive us if we asked you questions you could
not answer. Forgive us if we talked about ourselves in loud voices and about you in tiny ones. Between tears and laughter, we turned to you.
“Remember how Don Ramon always walked with his eyes down, looking for discarded keys and other metallic objects?”
“Remember that lamp that Don Ramon built out of the broken antenna? Ha! It’s telescopic.”
“That was Don Ramon. Our Grandfather. My Father.” Look up now, Don Ramon. Look up now.