El día que regreses, ya no serás la misma.
Tu inquietud de rio desbordado se habrá ido;
un residuo tenue del pasado brillará en tus ojos,
pero seré más que feliz, con tu fulgor diminuto,
confundido entre lo inmenso, como un arete perdido.
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Cuando ese día llegue, vendrás por la mañana,
a contarme aquella historia del amor encarcelado,
de tu amargura sin anillo, de tu llanto en el exilio.
Me contarás de aquellos grillos que te comieron el vientre,
que te rompiste para siempre… como un vidrio roto.
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Guardarás tus memorias de baúl desenterrado,
como periódicos doblados en un cajón de madera.
Me contarás de tus soldados, que viviste una guerra
y cuando alumbre la noche, dormirás a mi lado,
para que pinte tu cuerpo de un color que te arrope.
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Cuando ese día llegue, ya no serás la misma,
pero eso ya no me importa.
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Me preocupa es que te rindas…
que llegando a nuestra casa te derrote una vereda,
que el día en que me busques no se abra más mi puerta,
que tu espalda se canse de cargar tantas maletas,
que tu corazón se desmaye al subir la cordillera.
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Y así siempre te he esperado… con el balcón barrido,
reparando si puedo, los hormigueros mojados,
recordando “lo ido”, cuando dijiste “me quedo”,
cuando te fuiste llorando y ya nunca volviste.
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Pero todavía me acuerdo, como ya hace tantos años,
cuando grité susurrando que saldría a buscarte,
porque se que me oíste, aunque ya no me vieras,
me da miedo esperarte y que tu nunca llegues.
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(Edgar Landívar, 2006)