El suyo era un amor envejecido por el tiempo. Un amor al que le habían crecido las vegetaciones musgosas del olvido, como esas piedras empapadas, al costado del camino.
Se pegó como un imán a su otra mitad complementaria; cuando en su juventud, los días recordaba más brillantes y las flores se sentían desde lejos.
Por qué se acabó el gentil delirio… se preguntaba?
Por qué su corazón se arrugó como un papel, como el resto de su piel?
Caminaban de la mano, se abrazaban junto al viento, se besaron tantas veces… Compartieron los recuerdos más sublimes: él le regaló ese bonsai con el follaje en forma de corazón y ella lo hizo florecer como el color de su alegría.
La vida pasó como siempre pasa cuando se mira para atrás, como un vendaval, y para cuando se dieron cuanta, su amor ya era lluvioso y después se hizo cansancio. Dejaron de quererse lentamente.
El amor lo habían enterrado juntos, un medio día, para desenterrarlo cuando fuera necesario –pensaron: para que descanse un rato, de tan cansado que estaba.
Lo metieron en un sitio seguro, lejos del bullicio, acostado como un hueco, enterrado junto a un árbol.
Pero nunca más encontraron el árbol, y a veces, lo buscaron. Nunca estuvieron seguros si era el árbol que quedó en la pampa o el que creció junto al volcán. Había uno inmenso en las orillas del río, había otro árbol roto por el látigo de un rayo, pero ninguno guardaba a su lado el tan preciado tesoro: aquella cueva enterrada, la madriguera de ese amor que hibernaba.
Y así pasaron los años, buscando el imponente árbol imaginado, tratando de excavar los sentimientos, pero solo encontraron recuerdos oxidados, como los clavos enterrados. Nunca se fijaron que el árbol que buscaban siempre estuvo al lado, escondido en el bonsai, florecido como corazón, dentro del pecho.