Allá por los años 80s había un reducto en Guayaquil, donde se exhibían sobre la vereda un sinúmero de chucherías: basura inservible para unos, tesoros invaluables para otros. Ese era el tianguis de la PPG (acrónimo de Pedro Pablo Gómez, nombre de la calle donde se ubicaba). En el 2004 la Alcaldía de la ciudad lo desapareció, reorganizando a algunos de los vendedores informales en un mercadillo de dos pisos no muy lejos del lugar original. El pretexto de la alcaldía era el de acabar con el desorden e informalidad, pues, entre las chucherías sin duda se escondían también artículos robados.
Lo cierto es que el nuevo edificio recién construido y con todas las comodidades, nunca atrajo a la concurrencia en el número anterior. A lo mejor ese aire de informalidad, caos callejero y ruido de alboroto eran el atrayente invisible para los asiduos visitantes, quienes, como yo, acudían a buscar “tesoros”.
Los domingos esperábamos con ansias para ir con mis abuelos y mi tía. Le llamabamos el mercado de “los fierros viejos”. Con el tiempo conocimos a algunos vendedores, unos de libros, otros de antiguedades, otros de máquinas desbaratadas. Recuerdo aquella vez que mi abuelo compró una antigua sumadora rusa de color verde, no funcionaba, pero el precio era prácticamente un regalo. La pasamos reparando por meses hasta que funcionó con la presición de una pieza de relojería. Cabe recordar que estamos hablando de un artefacto totalmente mecánico, con un intricado mecanismo que permitía a su poseedor realizar las cuatro operaciones matemáticas básicas. El tiempo que duró la reparación lo disfruté muchísimo, era como armar un rompecabezas, solo que este rompecabezas multiplicaba y dividía. Magia!
Uno de los vendedores más visitados por mi y mi abuela era Cigarrón. Un tipo extrovertido, que llevaba una montaña de libros al tianguis en una carreta inmensa de madera, de esas que se usaban para vender carbón hace décadas. Le decían así porque siempre estaba fumando un gran cigarro. Vestía guayabera, sombrero de vaquero y cargaba siempre un brillante y mayúsculo escudo del Club Sport Emelec, que colgaba de la carreta sobre un costado. Por algún inexplicable mecanismo neurológico, siempre he recordado aquel escudo con mucho detalle.
Entre la ruma de libros nos sumergíamos a buscar tesoros. Supongo que hoy me diera temor buscar entre tantos libros viejos. Las bacterias y virus han tenido mucha publicidad negativa en años recientes; en aquella época sólo le temíamos a los clavos oxidados, donde se ocultaba, según una extraña e injustificada teoría, el voraz virus del tétano. Bueno, ahora que recuerdo, también le temíamos a los perros rabiosos, so temor de recibir el tenebroso antídoto, que consistía en 21 dolorosísimas inyecciones en el ombligo, una diaria.
Cigarrón no solo vendía libros, sino que se los había leído todos, o al menos eso decía. Lo cierto es que con mi abuela hablaba de dietas y salud. Con sus amigos, que siempre lo rodeaban, hablaba de fútbol y anécdotas de política (también les vendía revistas deportivas); conmigo hablaba de los temas más diversos; la mayoría con buen criterio, otros pocos se los inventaba, pues un intelectual no puede darse el lujo de parecer ignorante. Debió haberle evocado cierta ternura ver un niño lector, pues siempre me facilitaba un taburete de madera para que me tomara mi tiempo ojeando sus libros.
Le perdí rastro a Cigarrón por muchos años, hasta que un día, mucho tiempo después de la desaparición del mercado de la PPG, lo vi con su carreta, estacionado en una esquina al frente de la maternidad Enrique Sotomayor. Allí estaba, igual como lo recordaba. Incluso me pareció que no había envejecido en lo más mínimo (eso me llamó muchísimo la atención). Lo saludé. Supongo que me devolvió el saludo por cortesía, no creo que se acordara de mi, antes un niño de 12-14 años y aquella vez ya con más de 35. No le compré libros en esa ocasión. Los títulos que tenía ya no me llamaron la atención; sus temáticas se habían vuelto más mundanas, supongo que tuvo que adaptarse al mercado; sus libros me parecieron desprolijos o más sucios que de costumbre. Al final del día, pensandolo mejor, quizá eran los mismos libros de siempre y era yo el distinto.
Su carreta estaba pintada de aquella pintura de esmalte con la que se pintaban, indistintamente, las picanterías y los baños públicos. Los bordes de la carreta habían merecido un especial azul chillón. Eso sí, el escudo del club deportivo estaba allí, intacto y brillante. De las cuatro esquinas de la carreta salían ahora unos palos de escoba de los que había colgado unos cordeles donde exhibía antiguas revistas Estadio y Buen Hogar. También vendía lotería. Me dio gusto verlo.
Pasaron varios años más, hasta que hace no mucho, en plena pandemia, visité un viejo puesto de libros cerca del mercado central. Era un local que no había visto antes, puerta enrollable, de frente estrecho, pero muy profundo y a medida que uno ingresaba se iba poniendo más oscuro. Sentí que ingresaba a una mina. En mi cabeza comenzó a engendrarse una historia; que aquel local había nacido de los saldos rematados de alguna librería que cerró. Pensé esto porque muchos de los libros estaban polvosos, pero intactos y además repetidos. También había ejemplares de segunda mano y algunos de historia. Me quedé un rato, tome un par y me dirigí a la salida para pagarlos, cuando de pronto, con el rabo del ojo vi algo que hizo clic de inmediato en mi cabeza. El escudo de Cigarrón, estaba allí en la pared, colgado, intacto, exacto, menos brillante, pero el mismo.
Me apresuré a preguntarle al encargado cómo había obtenido el escudo y cuál era su historia. Me contó la historia de Cigarrón. Era más triste de lo que uno se podía imaginar detrás de la fachada de intelectual de carretilla. Cigarrón murió sólo, de cáncer al pulmón. El tabaco destruyó su organismo poco a poco. Luchó por muchos años contra la enfermedad y al final del día, sus amigos, los escuchadores de historias junto a la carreta organizaron un bingo y una colecta para pagar sus gastos médicos. Languideciendo en el hospital y ya casi sin poder respirar, regaló a sus benefactores el único activo que aún le quedaba: su brillante escudo del Club Sport Emelec.
Este escrito es un homenaje a aquel personaje guayaquileño, cuyo nombre nunca supe, pero que sus amigos apodaron como Cigarrón, el intelectual de la carretilla.