Un día me amaneciste y todo se iluminó con una luz diferente a la habitual. Al principio no supe si era el reflejo de una cara conocida o un farol que se había quedado encendido en una noche pasajera.
Fue cuando me di cuenta que aquella luz se modulaba al ritmo de tu voz que finalmente supe que provenía de tu boca.
Ya había visto otras luces curiosas antes, como esa luz pedregosa que brotaba de la lámpara de carburo de mi abuelo, o aquella otra misteriosa que vimos flamear una noche en la profundidad de la montaña y que nos mostró la ubicación exacta de aquel entierro milenario. También vi esa hermosa luz, que incendió el cielo brevemente y que pasamos toda la noche inventando teorías de qué fue lo que ocasionó tal pirotecnia celestial… Pero nada, nada había captado más mi curiosidad que la luz que desde ese día emanó de tu boca.
El día que lo noté, supe que ibas a marcar mi vida para siempre.
Desde entonces te veo sonreir con ese fulgor de cocuya extraviada y allí me quedo frente a ti, con mi cara de acontecimiento, para aprovechar tu calor luminoso y broncearme el alma con tus historias de felicidad desparramada.
La primera vez que me dijiste que te habías enamorado de mi, el resplandor llegó primero –apenas separaste los labios– luego llegaron tus palabras. Allí comprobé que la luz siempre llegaría antes de las buenas noticias. También, reflejamente, aprendí a emocionarme al primer fulgor y después, en ese delgado momento de tiempo que divide el antes del después, prepararme para tus caricias sonoras –que a veces llegan anunciando que me quieres.
Siempre te he querido preguntar: eres un sol?
Tratando de comprender aquella virtud de faro encantado que posees, te observé una noche mientras dormías. No me pude resistir, nunca lo supiste hasta ahora. Me acerqué en silencio a tu boca y en medio de un suspiro resbalé reptando por tu lengua, atraido por la luz tenue que emanas cuando duermes.
Sin dudarlo descendí por tu garganta, diminuto; al principio fue difícil porque tuve que contener el aliento para no despertarte, pero traía tal curiosidad de gato juvenil, que me hizo proseguir inminente; me engulliste con inconsciente ternura.
Te cuento que estuve confundido por un tiempo, recorriendo los laberíntos tibios de tu cuerpo, respirando tu mismo aire, sin saber si ya había amanecido, sin saber cuántas horas habían pasado. Te quise más que nunca cuando sentí que tu calor protector me arropaba del frío húmedo de afuera; susurré cuánto te quería y el eco tamboríl de tus músculos me devolvió un “yo también te quiero”. Por un momento quise gritar lo que sentía, pero había pasado tanto tiempo –lo sabía por el cansancio– que ya no me quedaban fuerzas.
Ya agotado, me arrastré por una esquina, una comisura, un pliegue, algún tejido y quise acurrucarme allí, a descansar dentro de ti, juntos los dos, arrullado por el fluir acompasado e incesante de tus latidos.
Fue justo después de esto que lo vi; allí estaba… la fuente luminosa, el motor de la luz. Ante mi, tu secreto, como una revelación que me hizo comprender todo en un segundo. Y todo se volvió más lógico.
Nunca olvidaré cuando lo vi funcionando perfecto, imponente, bombeando una luz cristalina por todo tu cuerpo, fabricando tu magia. Allí estaba ante mi perplejidad aquel tierno monumento… el aparato más bello que había visto jamás, la parte más hermosa de tu cuerpo… … tu corazón.