Me iré una noche, cuando nadie me vea. Cuando el silencio y la oscuridad camuflen mi identidad inexplicable. Saldré del castillo moribundo antes que los pájaros despierten, cuando aun estés dormida y tus latidos resuenen con los míos; para que de este modo no me notes, para que no sientas como mi respiración se pierde entre los aires de la noche.
Si te preguntan qué pasó, diles que fui un sueño de la fiebre. Que el mal de las montañas corría por tu sangre, inyectado por un diente de serpiente.
Todos te creerán. Nunca nadie dio su fe de mi presencia. Nunca nadie a mi me vio, encarnado aquí en mi cuerpo y si alguien vio mi sombra, fue tal vez cuando escondido entre ropajes, vivía entreverado entre tus prendas.
Fui tu piel, casi tu mismo. Vivimos tan unidos, que tejimos juntos la crisálida envolvente que nos une. Ahí estuve siendo líquido en tus llantos, apretando el corazón en tus quebrantos. Fui tu mano y tu mis dedos, y tu vientre fue mi hogar en los inviernos. Cuando vino aquel recuerdo abandonado, fui también aquella historia que callaste.
Por eso, el día que me exhales, no te quedarás en el castillo reposada. Vendrás conmigo, incrustada en mi mismo, para siempre, dejando atrás el hilo etéreo que un día nos unía con tu cuerpo.