Con el pasar del tiempo, el pobre Horacio de Tosango se sentía metálico. La vertical flama solar del medio día lo había tostado de un café rojizo, como el color del herrumbre. Pero Horacio seguía inmóvil en medio de la plaza polvorienta, subido sobre el plinto donde debía ir la estatua que nunca llegó. Tanto había demorando la llegada de la estatua que ya nadie recordaba la identidad del prócer que ocuparía ese lugar; y tanto tiempo había estado allí sentado Horacio de Tosango, que ya algunos pensaban que era en realidad la estatua de algún desconocido importante.
En la madrugada, cuando el Lucero del Alba estaba en su zenit, bebía las microscópicas gotas del aire circundante que respiraba y se alimentaba de los néctares celulares de los diminutos insectos que se filtraban en su respiración y que eran atraídos por la luz de un lánguido foco incandescente, que habían instalado los empleados de la junta parroquial. En su última visita de mantenimiento habían escrito en su reporte: reemplazo de luminaria de estatua desconocida. En el destartalado y semi abandonado pueblo ya nadie recordaba la identidad de la estatua, de hecho, ya nadie recordaba la historia del pueblo. Desde la gran estampida migratoria que se llevó a casi toda la población, sólo quedaron los mas necios, los que se aferraron a sus casas. Con el tiempo se volvieron ancianos desmemoriados, que morían delebles, solitarios. No era raro entrar en una casa abandonada y encontrar un cuerpo disecado en su cama, aun arropado en sus cobijas.
Sus signos vitales giraban al mínimo. Había logrado llegar al estado donde la vida era imperceptible, donde su espíritu de momia se burlaba de la muerte, que ya no podía reconocerlo entre sus cuentas pendientes. Nadie sabía con ciencia cierta cuánto tiempo había estado allí. Nadie recordaba ya, ese rostro de un pasado congelado.
En los primeros días su cabello había crecido como un largo helecho hasta tocar el piso; pero con el pasar del tiempo, se había caído, dándole un aspecto de noble anciano disecado, sosegado.
El arcilloso polvo había formado una costra gruesa y sólida sobre su piel; se había convertido en la coraza de una crisálida que se mantenía en estado suspensivo, congelado su contenido, hasta en sus pensamientos; como esperando el momento exacto para decidirse entre volver a la vida… o a la muerte.
Fue después de mucho tiempo, tal vez años, tal vez décadas, que llegó al pueblo una misión de monjes de un continente lejano. Se alojaron en el único y destartalado hotel que quedaba. El anciano que atendía no había visto un huésped en años, pero aún limpiaba con prolijidad la corvada mesa de la recepción y recordaba su otrora popular amabilidad hospitalaria, de cuando el hotel se llenaba de visitantes, que pernoctaban en su larga travesía de días hasta la capital; cuando el tren se detenía al final del día en la ahora abandonada estación.
Los forasteros le hicieron toda clase de preguntas en un idioma desconocido, que el anciano correspondía con sonrisas de amabilidad e historias incoherentes de cuando el pueblo era la joya resplandeciente de la vía ferroviaria. Ninguna pregunta fue respondida, ninguno entendió el idioma del otro, pero todos quedaron satisfechos con la conversación. Los monjes le pagaron con sueños tan serenos y placenteros que el anciano había comenzado a recuperar cierta lozanía y su espalda había dejado de doler. El jardín del hotel volvió a florecer y una nube centinela patrullaba el cielo, prodigando una sombra de oasis a la vieja casa de madera podrida.
Todas las noches, los extraños visitantes salían a la plaza a observar el esperpento embalsamado en que se había convertido Horacio de Tosango. Lo miraban fijamente por horas, con los ojos cerrados algunas veces, como rezando. Lo tocaban y balbuceaban palabras; hacían girar unas extrañas ruedas sobre un eje de madera, como contando.
Ya fuera por el constante toqueteo de los monjes, ya fuera por el calcinante rigor del sol ecuatorial de aquel verano, la estatua comenzó a mostrar pequeñas grietas. El pedúnculo cartilaginoso con que se encontraba adherida al plinto de mármol también comenzó a debilitarse.
Una noche, en la que todos estaban durmiendo se escuchó un jolgorio repentino. Algunos se despertaron asustados por una luz como de rayo que lo llenó todo. En la plaza, los monjes estaban en un estado de exaltación indescriptible, llorando de felicidad frente al caparazón desmenuzado de Horacio de Tosango. Sobre sus cabezas volaba en círculos una mariposa gigantesca, desparramando chorros de luz sobre la noche.