Cuando era niño salía de la escuela al medio día y recorría un largo camino hasta la casa en el bus número 6, pero llegaba siempre a la hora del almuerzo a comer “lo que había”, de allí a hacer las tareas y luego nada… a improvisar las actividades. Podía salir a andar en bici, jugar pelota o a ir ver a mis amigos a la esquina y conversar. El resto del tiempo, a ver qué hacer. Los fines de semana eran otra historia, visitas familiares o alguna fiestita esporádica (las fiestas de cumpleaños infantiles se organizaban sólo los fines de semana en aquellos días), el resto del tiempo… nada, tiempo libre entre mis manos.
A veces uno salía a la calle sólo para sentarse en la vereda y esperar que algo pase. Si uno salía con una pelota de fútbol había más probabilidad de que los amiguitos llegaran. Si no había pelota nos subíamos a los árboles o nos matábamos de risa con historias. Cavar un hueco en la tierra o jugar con piedras no estaba descartado nunca como opción. En esos años aprendí a encender fuego sin cerilla, a hacer resorteras con tubos de caucho o a romper las nueces de almendra de los árboles de la cuadra… nos las comíamos. Algunos aprendimos hasta a tocar guitarra sin que nadie nos inscribiera en clases particulares. No teníamos afinador, aprendimos a afinar la guitarra “a las bravas”, escuchando el tono del teléfono. Aprendimos a aprender, a ser auto-didactas. No fue sino por necesidad, no había de otra.
En las vacaciones íbamos a Huigra –un pueblito ferroviario en medio de los Andes; no había “talleres vacacionales” en esa época. Básicamente uno despertaba, desayunaba y quedaba libre, silvestre. Más tiempo entre las manos. El reto era ver qué hacer. “Busca algo qué hacer” me decía mi abuela. Recorríamos las calles empedradas de todo el pueblo con una pandilla entera de amigos. Cuando se acercaba el medio día se escuchaba el silbato del ferrocarril a lo lejos y corríamos a la estación de tren del pueblo para ver llegar la sudorosa locomotora de vapor. Era interesante verla y sólo eso, ver esa enorme máquina llegar era suficiente. Eran vacaciones de verdad.
Extraño esos tiempos, extraño ese tiempo libre entre mis manos. Que me aburría? A veces; pero también aprendí a lidiar con el aburrimiento. Aprendí que la diversión a veces está en nuestra cabeza. Aprendí a leer libros por ejemplo. En un viejo armario encontré la incompleta y destartalada colección de revistas Mecánica Popular de mi abuelo. Era casi lo único que había, así que aprendí a hacer pequeñas sillas de madera y un boomerang que se rompió en el primer lanzamiento. Que me aburría? A veces, pero poco. Muy poco.
A veces nos poníamos a grabar música en casettes con mi hermano, pescando canciones entre las emisoras de radio y poniendo un gancho de alambre en la antena para que la grabación salga lo más nítida posible. A veces también me ponía a grabar canciones sólo. Tenía su encanto hacerlo solo, podía grabar lo que a mí me gustaba. Aprendí a lidiar con esa soledad. Mejor dicho, aprendí a disfrutar de mi propia compañía. Aprendí a reflexionar, a mirar para adentro, aprendí de filosofía involuntariamente.
Pero hoy la cosa ha cambiado, los padres buscamos incesantemente actividades para nuestros hijos. Salen de la escuela y van directo a las “actividades extracurriculares”, hacen karate, idiomas, etiqueta, tenis, baile, canto, actuación y muchas cosas más. Si es que no hay alguna fiestita infantil entre semana o clases de nivelación, llegan a la casa a las 4 de la tarde rendidos, y de allí toman la computadora o el celular de los papás para jugar aceleradamente realidades virtuales. Luego de la cena están bastante cansados y duermen. Su día se apaga súbitamente, no queda mucho tiempo para la reflexión, para interiorizarse, para razonar, contemplar.
Los fines de semana los papás nos apuramos en organizarles visitas al zoológico, parques temáticos, cine, ferias, comilonas, conciertos, pijamadas, talleres de cerámica, pintura, etc, etc, etc. Si no se nos ocurre algo más interesante los llevamos al centro comercial, con tal de “hacer algo”. En vacaciones los metemos a los ahora famosos talleres “vacacionales” y cuantas actividades se nos ocurren para que estén “ocupados”. El otro día mi hijo me dijo “no quiero ir al cine papá, quiero quedarme en casa”. Me di cuenta la realidad. Los estamos SOBREESTIMULANDO.
A los niños de ahora ya no les interesa contemplar el cielo. Y por qué lo harían? Pueden jugar en extraordinarios mundos artificiales creados en computadora. Pueden ver explosiones o videos electrizantes. Los niños de ahora piensan que Milky Way (Vía Láctea) es sólo el nombre de un chocolate. Contemplar la realidad en estos días resulta aburrido. Ver cómo una mariposa cosecha el néctar de una flor es lento, no tiene zoom, ni explosiones, ni sonido envolvente de fondo. Admirar una larga fila de hormigas llevando migajas de pan a su nido es de “perdedores”. A nadie se le ocurre ahora hacerles un círculo con agua para ver qué hacen. Ya nadie quiere descubrir sino que alguien más les cuente la historia, es más cómodo.
El SOBREESTIMULO hace que perdamos el poder de contemplar la belleza que nos circunda.
Muchos niños de ahora tampoco saben cómo lidiar con el aburrimiento. Basta con quitarles la computadora o el celular para que digan “me aburro a mares”. No saben qué hacer. No han podido desarrollar esas cualidades por culpa de nosotros, los padres. No saben cómo tomar una cuerda y un pedazo de madera y hacerlo bailar como trompo. No saben que una roca redonda y un hoyo en la tierra también pueden ser divertidos. Cuando crecen, la soledad los aterra.
Y no, no han tenido mucho tiempo entre sus manos para aprender a inventar actividades, inventar juegos, inventar, inventar, inventar, reflexionar, concluir, formar criterio. Los estamos privando de la creatividad dándoles todo servido, resolviéndoles el 100% de su tiempo.
Cada vez escucho más comentarios como “la generación de ahora no se entusiasma con nada” y pienso, por qué nuestro afán de llenarlos de estímulos? Por qué nuestro afán de llenarles los huecos del día con nuestros planes o ideas? Será que nos sentimos malos padres si los vemos en una esquina pensando, razonando, leyendo, contemplando el cielo, las hormigas? No será mejor, de vez en cuando, dejarlos sólos y que ellos resuelvan que hacer? No será que a veces, dejarlos que “se aburran” es una oportunidad para que desarrollen sus propias destrezas?… Sería bueno plantearnos todos esa pregunta alguna vez. No siempre estaremos para resolverles el día.