Antes de la llegada de los españoles, las tribus aborígenes de Sudamérica conocían la milagrosa propiedad de la corteza de un árbol que aliviaba la fiebre y el dolor, así que cuando los europeos trajeron el paludismo (o malaria) los nativos decidieron usar aquel viejo remedio para este nuevo mal. El asunto es que los españoles no habían tomado muy en serio esta medicina ancestral, hasta que en 1632 la esposa del Virrey de Perú, la Condesa de Chinchón, cayó enferma de malaria. Al borde de morir y en medio de una delirante agonía un sirviente sugirió que la trataran con la corteza del árbol milagroso y para sorpresa de todos se recuperó.
La Cinchona o Quina, el árbol milagroso
En 1935, el jesuita Bernabé Cobo, ya documentaba sus milagrosas propiedades: “En los términos de la ciudad de Loja, diócesis de Quito, nace cierta casta de árboles grandes que tienen la corteza como de canela, un poco más gruesa, y muy amarga, la cual, molida en polvo, se da a los que tienen calenturas y con solo ese remedio se quitan”.
A partir de allí bautizaron al árbol milagroso en honor a la mujer y lo llamaron Cinchona. Su corteza viajó a Europa y su popularidad no hizo más que crecer. Se lo llevaron por toneladas, en barcos cargados de corteza y metales preciosos. A la corteza la llamaron Quina y luego los primeros químicos europeos extrajeron de ella su elemento activo y lo llamaron quinina.
Legiones de intrépidos aventureros escarbaron las selvas sudamericanas en búsqueda de nuevas variedades del árbol de Cinchona con la esperanza de encontrar cortezas más eficaces. Y las encontraron!. Interrogaron a los aborígenes y ellos les contaron del árbol de la Quina Amarilla, la Quina Colorada y hasta el raro árbol de la Quina Canela. Existen muchas crónicas de estos científicos aventureros que se encargaron de escribir en sus diarios sus aventuras en medio de la selva buscando la Cinchona. Vale la pena leerlas, pues les garantizo que están a la altura de cualquier película de Indiana Jones.
Una de estas historias de aventura es la de Charles Marie de La Condamine, científico francés que vino a Ecuador en el siglo XVIII a demostrar que la tierra es achatada en los polos y así comprobar que las afirmaciones del afamado Sir Isaac Newton eran ciertas. En ese entonces Ecuador ni se llamaba así y medir no era una cosa de encender un GPS y ya. Casi 10 años le tomó la bendita medición y como es de suponer, tuvo tiempo suficiente para satisfacer su curiosidad científica en otros aspectos. Cualquier cosa con la que La Condamine se tropezó llamó su atención y la documentó. En sus exploraciones encontró una especie de árbol de Cinchona muy efectiva y comunicó esta información a la comunidad científica francesa, quienes propagaron este descubrimiento en todas las direcciones y pronto comenzaron a importar esta variedad de corteza desde el Nuevo Mundo.
Como era un buen negocio exportar la corteza a Europa, los países sudamericanos pusieron restricciones aduanales para que las semillas de Cinchona no puedan salir de sus tierras y así evitar que se siembre este arbolito en otros continentes y monopolizar su comercio. Pero esto no duró mucho, pronto comerciantes ingleses se las arreglaron para convencer a un indígena llamado Manuel Incra para hacerse de un lote de semillas que llevaron a Londres y posteriormente vendieron a los holandeses a precio de oro. La historia cuenta que los holandeses decidieron llevarlas a una de sus colonias; más precisamente a la isla de Java, ahora parte de Indonesia. De aquí en adelante los holandeses suministraron gran parte de la demanda mundial de quinina.
El agua carbonatada, el invento de sensación en Europa
Mientras la quinina causaba sensación como medicina en Europa, un relojero de Ginebra llamado Johann Jacob Schweppe, se las había ingeniado para meter gas carbónico en el agua, dando origen a las ahora populares aguas carbonatadas o bebidas gaseosas. Fundó una compañía y creó varias bebidas con sabores frutales. Para la segunda mitad del siglo XIX ya habían varias fábricas de gaseosas en Inglaterra, experimentando con sabores de frutas y plantas. Las bebidas gaseosas con propiedades curativas no podían faltar y con el tiempo a alguien se le ocurrió ponerle quinina al agua carbonatada. Se puede decir que la invención del agua carbonatada y el descubrimiento de la quinina coincidieron en el tiempo y era sólo cuestión de encontrar una cabeza adecuada donde concebir la idea.
Al agua carbonatada con quinina se la bautizó con el nombre de agua tónica y el relojero Schweppe se subió también al tren de la moda y sacó su propia versión de agua tónica, la cual aún vive hasta nuestros días bajo una de las marcas más conocidas en el mundo: Agua Tónica Schweppe.
Schweppe no fue el único, varios otros fabricantes hicieron lo mismo y así nacieron marcas como el agua tónica de Cunnington o el agua tónica de Pitt. Todos promocionaban los aparentes beneficios para la salud de sus productos. A continuación una publicidad aparecida en una publicación londinense de 1861, donde se describen los beneficios del agua tónica de Pitt.
Otras bebidas gaseosas interesantes también surgieron, como es el caso de la gingerade, que no es otra cosa que el conocido Ginger Ale de nuestros tiempos. Es decir, una bebida a base de jengibre y agua carbonatada.
Sucedió un buen día que el ejército inglés que se encontraba apostado en la India (en ese entonces colonia inglesa) fue provisto de una buena dosis de agua tónica. Los ingleses tenían la equivocada teoría de que el agua tónica no sólo aliviaba la malaria sino que también la podía prevenir, así que decidieron proveer al ejército de esta bebida. Lo que no calcularon era que el agua tónica sabía a \”remedio\” (de hecho lo era), pues en ese entonces era mucho más amarga que en la actualidad.
Esto ocasionó que los soldados no se la quisieran tomar hasta que a alguien se le ocurrió la fantástica idea de agregarle un poco de Gin. El resto de la historia ya la conocen 😉