Albert Einstein fue sin duda uno de los personajes más conocidos del siglo XX. Cierta veneración por su imagen de genio absoluto y mesías científico orbitaba a su alrededor. Fue una era interesante de culto por la ciencia allá por los años 1920s y 1930s. Einstein se convirtió en una suerte de oráculo a quien se le preguntaba toda serie de cuestiones, mucho más allá de lo científico. Le preguntaron de religión, del holocausto judío, de su vida personal, de política, prácticamente de todo y él, manifestó más de una vez, lo que quería era tiempo a solas para pensar, sin distracciones.
A Einstein no le agradaba mucho esa admiración generalizada. La detestaba. Detestaba estar en la “mira” de todos. Pero era inevitable. Cuando le ofrecieron la presidencia de la recién nacida nación de Israel, rechazó la propuesta, diciendo que no sabría cómo dirigir un país. Todo este tipo de peticiones, exaltaciones y distinciones lo abrumaban. Se aseguró entonces de poner explícitamente en su testamento que no quería ser enterrado sino cremado y que sus cenizas se esparcieran, para que no existiera tumba alguna que visitar. En concreto, había comentado en vida “Quiero que me incineren para que la gente no vaya a adorar mis huesos”.
Un día antes de su muerte, en Abril de 1955, le había dicho a un amigo cercano “he terminado mi labor aquí”. Se preparaba para morir. Pretendía pasar desapercibido, convertirse en cenizas y esparcirse como una anónima nube de polvo.
Pero los planes no iban a salir exactamente como Einstein lo había calculado.
El día de la autopsia de Einstein
El día de la autopsia, dos profesionales, amigos entre sí, el Dr. Harry Zimmerman y Dr. Thomas Harvey (quien había sido alumno del primero), conversaban acerca de quién realizaría el trabajo. Al final la tarea recayó en Harvey. Quería tener el honor de trabajar con el personaje más admirado de la época y Zimmerman pensó que era justo dejar que su ex-alumno tuviera ese honor.
Harvey se topó cara a cara con Einstein, determinó que la causa de su muerte fue un aneurisma de aorta abdominal; cosa que ya habían advertido en vida al Físico que podía ocurrir si no se sometía a una operación. Pero Einstein se negó rotundamente a operarse y decidió que no quería alargar su vida.
Durante la autopsia Harvey se encontraba en concentración absoluta, vivía su momento, su momento con el genio. Había sido la persona elegida entre todos los humanos para atender a un ícono de la historia en su último trámite corpóreo, antes de convertirse de nuevo en polvo de estrellas. A pesar de que habían un par de personas más observando, para él no hubo nadie excepto él y su inerte visitante.
Harvey cortó el pericardio y la arteria pulmonar, separó la traquea y el esófago; había realizado cientos de autopsias antes, pero esta en particular se estaba demorando, le daba vueltas al asunto, la cavidad peritoneal estaba llena hasta tres cuartos de su capacidad de coágulos de sangre. La causa de muerte estaba clara, pero él volvía a revisar otras cavidades, curioso, una y otra vez, sin saber por qué le daba largas a la situación. Ya tenía todo listo para escribir el informe, pero quería pasar más tiempo con el genio. Un poco más. Sin duda era el momento más intimo posible de un ser humano, tenía en frente de sí las entrañas mismas del personaje, un Einstein ya indefenso, desnudo, entregado a la potestad de Harvey. El patólogo seguía ensimismado.
Sintió que era su deber resolver algunos misterios. Las preguntas ya eran un enjambre de preguntas en su cabeza. ¿Qué había hecho diferente a Einstein del resto de mortales? ¿Dónde radicaba su capacidad de resolver enigmas de la ciencia? ¿Dónde estaba el motor de esa genialidad? ¿Acaso las respuestas estaban a un par de incisiones de distancia? ¿Acaso, la posibilidad de resolver este misterio, estaba a punto de ser incinerada? Él no lo podía permitir. No podía dejar de averiguarlo!
Trabajando hábilmente con sus herramientas hizo una incisión desde la parte de abajo de una oreja hasta la otra, por detrás del cuello. Peló la piel y luego se adentró en el cráneo. Allí estaba, el cerebro, el núcleo, el motor, repleto de ecuaciones, teorías, verdades, galaxias, agujeros negros. Lo tenía en sus manos, él y nadie más.
La polémica por el robo del cerebro
Al día siguiente de la autopsia, cuando la familia de Einstein esparció las cenizas en el río Delaware, creyeron que en efecto, habían esparcido todas las cenizas, cumpliendo el deseo del fallecido. Ni siquiera el hijo primogénito del científico, Hans Albert, había sospechado que alguien guardaba el cerebro de su padre en algún lugar.
Lo que sí es seguro es que, de algún modo, alguien lo comentó. Seguramente Zimmerman, conocedor del “robo”, se lo contó a alguien más, y bueno, no era un rumor con características de pasar desapercibido, así que se hizo viral de inmediato. De un momento a otro todo el mundo estaba hablando de que alguien había robado un cerebro, el cerebro de nada más y nada menos que el científico más famoso de la historia.
No pasó mucho hasta que el rumor llegó a los directivos de la Hospital de Princeton, donde se realizó la autopsia. También llegó a oídos de Hans Albert, el hijo de Albert Einstein, quien se enfureció de inmediato al ver que la última voluntad de su padre, de ser reducido a una apariencia cenicienta e invenerable, no se había cumplido. Los directivos del hospital se escandalizaron y despidieron a Harvey de inmediato. La prensa se enteró y se rumoraba que Harvey sería acusado de robo. Harvey tuvo que portarse astuto. En lugar de devolver el cerebro explicó a la prensa que no había sido un robo sino un acto por la ciencia y que era común en hospitales quedarse con órganos de vez en cuando, para estudios científicos. Luego le tocó lidiar con la familia. Contactó a Hans Albert, le prometió que sólo usaría el cerebro para fines científicos e imploró lo dejara conservarlo y de algún modo lo convenció jurando que haría llegar muestras del cerebro a importantes y renombrados investigadores para su estudio.
Los meses siguientes Harvey se dedico a cortar el órgano en delgadas rebanadas que luego metía en recipientes de vidrio de mayonesa, la cual consumía casi compulsivamente. Luego enviaba las muestras a diferentes institutos para que expertos pudieran hacer estudios. Él mismo corría con los gastos. Preparó cientos de muestras y se quedó con una buena parte también. Esperó meses y meses, esperando que alguno de los científicos le respondieran con resultados, con el descubrimiento del santo grial de la neurología, pero nadie lo hizo. Su motivación inicial se convirtió en desánimo, luego en tristeza y finalmente se derrumbó. Pasó él mismo revisando tejidos con el microscopio en su sótano para ver si encontraba la respuesta por sus propios medios. Se hizo huraño y sombrío. Su obsesión por el cerebro rebanado le costó su tranquilidad y matrimonio. Su divorcio fue la gota que derramó el vaso y una especie de símil a aquellas leyendas de maldiciones que caen sobre los profanadores de tumbas farahónicas. Harvey, había profanado algo sagrado.
De allí en más Harvey optó por esconderse. Se alejó de todo y pocos supieron de su paradero y del paradero de lo que quedaba de cerebro.
(Continuará)